viernes, 4 de mayo de 2012

EL JUEGO DE "STOP!"


EL JUEGO DE “STOP!”
 Corría el semestre de otoño. Era un otoño hermoso, típico de la universidad donde imparto la cátedra de Cálculo Diferencial. Durante ésta estación, las hojas caen sin cesar en los arbolados jardines del campus. Algunas veces, cuando me toca cuidar un examen por esas fechas, miro por la ventana y me pongo a contar cuántos segundos pasan sin que caiga una hoja de los frondosos fresnos que rodean a los salones (pasatiempo de algún ingeniero o maestro de matemáticas que pasa un pequeño rato de ocio). ¡No pasan ni dos segundos cuando ya está cayendo la siguiente! Es un bonito espectáculo, especialmente, supongo, porque no es a mí a quien corresponde recoger las hojas que quedan en el pasto.

Un día de ese otoño llegaron cinco de mis alumnas de la carrera de Ingeniería Financiera, antes de que iniciara la clase, y se aproximaron a mi escritorio.  Justo la sesión anterior habíamos cubierto el tema de “reglas de derivación”.

-   “Cristy, venimos a venderte una idea”
-   “¿De qué se trata muchachas? ¿Con qué fechoría me van a salir?”
-   “¿Alguna vez jugaste STOP de chiquita?”
-   “Claro que sí, dibujábamos un círculo en el suelo y anotábamos diferentes países. Luego alguien gritaba: ‘Declaro, la guerra, en contra de…’ y al decir el país todos echábamos a correr hasta que el asignado a ese país gritaba STOP!…”
-   “Bueno, pues nosotras jugamos “STOP” con derivadas, mira aquí traemos unas fotos”
-   “¿Cómo?”
-   “En vez de países, anotábamos la derivada de alguna función trigonométrica, entonces tenías que declarar la guerra en contra de la derivada del coseno, por ejemplo. La que tuviera la casilla con la respuesta era la que tenía que gritar “STOP!” Nos sirvió mucho porque ya nos aprendimos las derivadas de las trigonométricas…”

Por supuesto que la plática continuó. Les hice varias preguntas técnicas acerca del juego y ellas me explicaron con lujo de detalle. Les pregunté quién de ellas había perdido y con cuantos “huevos” (puntos malos). Curiosamente la que perdió es una de las más abusadas, y traían la foto del registro de “huevos”, pero perdió porque no era buena para calcular los pasos necesarios para alcanzar a sus “enemigas”… Me mostraron las fotos y ¡me encantó la idea!

No tanto que me haya gustado como para llevar a mis universitarios a jugar STOP y que se aprendan las derivadas. Sino que me deleitó el pensar que ellas habían adaptado un juego para practicar sus derivadas.  Me dijeron que habían decidido ponerse a jugar para derivar. Me dio curiosidad si habían jugado (mis universitarias) en la calle de afuera de alguna de sus casas y me contestaron: “¡No! ¡Jugamos aquí, afuera de la biblioteca de la universidad! Todos los que pasaban se nos quedaban viendo, pero teníamos dos horas libres y por eso decidimos jugar…”
 
                                    Es una satisfacción para un maestro escuchar este tipo de anécdotas, las cuales manifiestan que sus alumnos tienen interés por la materia y confianza para acercarse a platicar sus aventuras. La reflexión en esta ocasión gira, sin embargo, en torno al nombre del juego que adaptaron mis alumnas: “¡ALTO!”.

¿Cuántas veces nos detenemos como maestros a reflexionar sobre nuestra práctica docente? ¿Cuántas veces hacemos un alto deliberado y verificamos y analizamos los resultados de nuestras actividades como maestros?

Cuando lo hacemos, ¿qué analizamos? ¿En qué reflexionamos? ¿Qué nos cuestionamos? ¿Se trata de esas inevitables preguntas que surgen cuando hemos pasado un mal rato en clase o con alguno de nuestros alumnos?

En esta profesión es conveniente detenernos periódicamente para recuperar nuestro centro y tocar base interior. Detenernos y volver a contestarnos preguntas del oficio que tal vez en alguna ocasión nos hicimos (o tal vez nunca) y cuyas respuestas hemos olvidado. No me refiero a cuestiones técnicas docentes o de contratos, sino más bien a cuestiones personales y de vocación.

Recuerdo que una vez tuve una agotadora sesión de asesoría con un alumno de la universidad, quien no estaba en ninguno de mis grupos, por cierto. Tenía problemas severos con cómo resolver una ecuación cuadrática. De plano me senté y me puse a explicarle desde el principio, cómo se debe igualar a cero, cómo se tiene una fórmula general para resolver este tipo de ecuaciones y cómo se usa. Lo sorprendente fue que cuando llegamos a la hora de usar la calculadora para evaluar las dos soluciones, me di cuenta que también tenía dificultades con el uso de la misma… increíblemente se trataba de un alumno de Cálculo Diferencial, en la universidad. Por supuesto que le expliqué lo mejor que pude en el rato tan pequeño que teníamos y, cuando nos hubimos despedido, hice un alto y me quedé pensando: “¿Qué caso tiene enseñarle a alguien cómo se resuelve una cuadrática? ¿Realmente importa esto en la vida? ¿En la vida de él y en la vida mía?” Estaba yo teniendo uno de esos momentos en los que nos cuestionamos nuestro quehacer cotidiano y vamos más allá preguntándonos el por qué y para qué de las cosas. Durante mucho rato estuve pensando en el asunto mientras caminaba hacia mi auto y llegué a la siguiente conclusión: “No importa el contenido, más bien importa el amor con el que lo enseñas. No importa la clase, sino la pasión con la que la transmites. No importa tanto el programa de tu materia, sino el trato que les das a los estudiantes en tu clase.

Me quedé contenta y sonreí al subirme al auto. Valió la pena haber hecho ese alto en el camino. He visto a muchos estudiantes llegar con un vacío inmenso de conocimiento a la clase de Cálculo. He visto cómo se esfuerzan y cómo progresan, cómo perseveran y cómo de verdad aprenden, y lo único que requieren es un poco de interés, confianza y paciencia de mi parte. Frecuentemente procuro hacer altos en mi camino. Me siento en un lugar tranquilo y dejo que las ideas fluyan, que las preguntas lleguen, que las respuestas se escondan. Sin embargo, lentamente, con un poco de tranquilidad, empiezan a aparecer pequeños signos de optimismo, de confianza, de entusiasmo. Considero que estos últimos son ingredientes básicos para desempeñar cualquier profesión, pero especialmente la de ser maestro.  

En otra ocasión hice otro alto en el camino, esta vez con una colega buena amiga mía y llegamos a otra conclusión: “Definitivamente la enseñanza es un acto de fe”. Los muchachos van a aprender, pero no necesariamente nos estará dado a nosotros el ser testigos de su aprendizaje. Tal vez las evidencias empiecen a surgir más adelante y no nos toque verlas, pero surgirán, debemos tener fe en que así será. De hecho yo misma puedo ver ese progreso en ellos cuando me toca tenerlos en el siguiente curso, en Cálculo Integral… es notable la diferencia y la madurez que manifiestan de un semestre a otro, cuando tal vez en el primer curso no diera ni un centavo por sus conocimientos y habilidades. ¡Definitivamente los muchachos aprenden! Si no fuera por esos “ALTOS” en el camino de un profesor ¿podríamos disfrutarlo?

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