EL JUEGO DE “STOP!”
Corría el
semestre de otoño. Era un otoño hermoso, típico de la universidad donde imparto
la cátedra de Cálculo Diferencial. Durante ésta estación, las hojas caen sin
cesar en los arbolados jardines del campus. Algunas veces, cuando me toca
cuidar un examen por esas fechas, miro por la ventana y me pongo a contar
cuántos segundos pasan sin que caiga una hoja de los frondosos fresnos que
rodean a los salones (pasatiempo de algún ingeniero o maestro de matemáticas
que pasa un pequeño rato de ocio). ¡No pasan ni dos segundos cuando ya está
cayendo la siguiente! Es un bonito espectáculo, especialmente, supongo, porque
no es a mí a quien corresponde recoger las hojas que quedan en el pasto.
Un día de
ese otoño llegaron cinco de mis alumnas de la carrera de Ingeniería Financiera,
antes de que iniciara la clase, y se aproximaron a mi escritorio. Justo la sesión anterior habíamos cubierto el
tema de “reglas de derivación”.
- “Cristy,
venimos a venderte una idea”
- “¿De
qué se trata muchachas? ¿Con qué fechoría me van a salir?”
- “¿Alguna
vez jugaste STOP de chiquita?”
- “Claro
que sí, dibujábamos un círculo en el suelo y anotábamos diferentes países.
Luego alguien gritaba: ‘Declaro, la
guerra, en contra de…’ y al decir el país todos echábamos a correr hasta
que el asignado a ese país gritaba STOP!…”
- “Bueno,
pues nosotras jugamos “STOP” con derivadas, mira aquí traemos unas fotos”
- “¿Cómo?”
- “En
vez de países, anotábamos la derivada de alguna función trigonométrica,
entonces tenías que declarar la guerra en contra de la derivada del coseno, por
ejemplo. La que tuviera la casilla con la respuesta era la que tenía que gritar
“STOP!” Nos sirvió mucho porque ya nos aprendimos las derivadas de las
trigonométricas…”
Por supuesto que la plática continuó. Les hice varias
preguntas técnicas acerca del juego y ellas me explicaron con lujo de detalle.
Les pregunté quién de ellas había perdido y con cuantos “huevos” (puntos
malos). Curiosamente la que perdió es una de las más abusadas, y traían la foto
del registro de “huevos”, pero perdió porque no era buena para calcular los
pasos necesarios para alcanzar a sus “enemigas”… Me mostraron las fotos y ¡me
encantó la idea!
No tanto que me haya gustado como para llevar a mis
universitarios a jugar STOP y que se aprendan las derivadas. Sino que me deleitó
el pensar que ellas habían adaptado un juego para practicar sus derivadas. Me dijeron que habían decidido ponerse a
jugar para derivar. Me dio curiosidad si habían jugado (mis universitarias) en
la calle de afuera de alguna de sus casas y me contestaron: “¡No! ¡Jugamos
aquí, afuera de la biblioteca de la universidad! Todos los que pasaban se nos
quedaban viendo, pero teníamos dos horas libres y por eso decidimos jugar…”
Es una satisfacción para un maestro escuchar este tipo
de anécdotas, las cuales manifiestan que sus alumnos tienen interés por la
materia y confianza para acercarse a platicar sus aventuras. La reflexión en
esta ocasión gira, sin embargo, en torno al nombre del juego que adaptaron mis
alumnas: “¡ALTO!”.
¿Cuántas veces nos detenemos como maestros a
reflexionar sobre nuestra práctica docente? ¿Cuántas veces hacemos un alto
deliberado y verificamos y analizamos los resultados de nuestras actividades
como maestros?
Cuando lo hacemos, ¿qué analizamos? ¿En qué
reflexionamos? ¿Qué nos cuestionamos? ¿Se trata de esas inevitables preguntas
que surgen cuando hemos pasado un mal rato en clase o con alguno de nuestros
alumnos?
En esta profesión es conveniente detenernos
periódicamente para recuperar nuestro centro y tocar base interior. Detenernos
y volver a contestarnos preguntas del oficio que tal vez en alguna ocasión nos
hicimos (o tal vez nunca) y cuyas respuestas hemos olvidado. No me refiero a
cuestiones técnicas docentes o de contratos, sino más bien a cuestiones
personales y de vocación.
Recuerdo que una vez tuve una agotadora sesión de
asesoría con un alumno de la universidad, quien no estaba en ninguno de mis
grupos, por cierto. Tenía problemas severos con cómo resolver una ecuación
cuadrática. De plano me senté y me puse a explicarle desde el principio, cómo
se debe igualar a cero, cómo se tiene una fórmula general para resolver este
tipo de ecuaciones y cómo se usa. Lo sorprendente fue que cuando llegamos a la
hora de usar la calculadora para evaluar las dos soluciones, me di cuenta que
también tenía dificultades con el uso de la misma… increíblemente se trataba de
un alumno de Cálculo Diferencial, en la universidad. Por supuesto que le
expliqué lo mejor que pude en el rato tan pequeño que teníamos y, cuando nos
hubimos despedido, hice un alto y me quedé pensando: “¿Qué caso tiene enseñarle
a alguien cómo se resuelve una cuadrática? ¿Realmente importa esto en la vida?
¿En la vida de él y en la vida mía?” Estaba yo teniendo uno de esos momentos en
los que nos cuestionamos nuestro quehacer cotidiano y vamos más allá
preguntándonos el por qué y para qué de las cosas. Durante mucho rato estuve
pensando en el asunto mientras caminaba hacia mi auto y llegué a la siguiente
conclusión: “No importa el contenido, más
bien importa el amor con el que lo enseñas. No importa la clase, sino la pasión
con la que la transmites. No importa tanto el programa de tu materia, sino el
trato que les das a los estudiantes en tu clase.”
Me quedé contenta y sonreí al subirme al auto. Valió
la pena haber hecho ese alto en el camino. He visto a muchos estudiantes llegar
con un vacío inmenso de conocimiento a la clase de Cálculo. He visto cómo se
esfuerzan y cómo progresan, cómo perseveran y cómo de verdad aprenden, y lo
único que requieren es un poco de interés, confianza y paciencia de mi parte.
Frecuentemente procuro hacer altos en mi camino. Me siento en un lugar
tranquilo y dejo que las ideas fluyan, que las preguntas lleguen, que las
respuestas se escondan. Sin embargo, lentamente, con un poco de tranquilidad, empiezan
a aparecer pequeños signos de optimismo, de confianza, de entusiasmo. Considero
que estos últimos son ingredientes básicos para desempeñar cualquier profesión,
pero especialmente la de ser maestro.
En otra ocasión hice otro alto en el camino, esta vez
con una colega buena amiga mía y llegamos a otra conclusión: “Definitivamente la enseñanza es un acto de
fe”. Los muchachos van a aprender, pero no necesariamente nos estará dado a
nosotros el ser testigos de su aprendizaje. Tal vez las evidencias empiecen a
surgir más adelante y no nos toque verlas, pero surgirán, debemos tener fe en
que así será. De hecho yo misma puedo ver ese progreso en ellos cuando me toca
tenerlos en el siguiente curso, en Cálculo Integral… es notable la diferencia y
la madurez que manifiestan de un semestre a otro, cuando tal vez en el primer
curso no diera ni un centavo por sus conocimientos y habilidades.
¡Definitivamente los muchachos aprenden! Si no fuera por esos “ALTOS” en el camino
de un profesor ¿podríamos disfrutarlo?
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